intensidad...

...cada palabra-roce parece encender hogueras dentro de mí y ese fuego me insufla vida nueva, una vida sin tiempos, una vida que espera estrenarse... entonces siento que mi vida, esta vida llena de vos, es la vida en ese ser mitológico, la oceánida, buscando poblar un universo, crear un universo...

Yo me vuelvo un círculo, me vuelvo infinito, me hago intemporal y todo se borra delante de mí... sólo queda tu música, tus sentimientos, tu intensidad...



(de La mujer ante el umbral, inédito dedicado a Pablo antes de que prefiriera dejar de ser umbral
para ser muro)

viernes, 23 de julio de 2010

Todos los umbrales conllevan una sirena... una sirena monstruosa y tremenda.

Existen diferentes formas de vincularse con el amor. Uno puede querer a un otro, valorarlo, desearlo aún cuando ese otro no nos seduzca.

Un amor de ese tipo se construye día a día y crece, es suave, es tibio y reconfortante y, sobre todo, hace bien. Ese otro que nos inspira ese sentimiento es una compañía pero nunca será un compañero. Esos amores existen, son aunque nunca enamoran, nunca seducen porque habitan los territorios de la seguridad, de la medianía, de la tibieza.

Hay otros amores que comienzan en la seducción y son rotundos, dolorosos y riesgosos. Son amores que no se construyen, se dan desde el primer momento, son huracanados. Instantáneamente ese otro se transforma en un umbral, te pone en riesgo.

Por eso la seducción es dolorosa, porque conlleva el riesgo, implica que uno va a ir más allá del umbral sin importar lo que ocurra después. Por eso mismo, esos amores hacen crecer porque la seducción es conocimiento, ir más allá del límite, de la ianua, para conocer, para conocerse sin importar cuánto dolor pueda haber en la transformación que uno va a sufrir.

Ulises lo sabía y, como estaba llamado a ser el héroe del centro, del sentido común, se tapó los oídos para no oír el canto de la sirena y se obligó, junto a su tripulación, a atarse, doblegarse, porque sabía que la seducción es irresistible, sabía que cuando uno se enfrenta al umbral y su sirena no hay posibilidad de resistir al deseo de transponerlo. Transponer el umbral es morir de alguna forma más o menos simbólica, porque uno ya no vuelve a ser el que fue.

Tan así es que Dante se vió obligado a mostrarnos un Ulises que rechaza los mandatos sociales (el pedido de la esposa, de los hijos y del padre) para arrojarse nuevamente al mar y transpasar el umbral del mundo conocido porque anhelaba conocer ... (fatti non foste a viver come bruti, ma per seguir virtute e canoscenza, arenga a sus marinos para convencerlos de ir más allá, hacia el mundo despoblado). Pero como Dante deseaba con todas sus fuerzas ahogar a la sirena que cantaba dentro de sí, destruye a Ulises y lo recluye en una de las fosas del octavo círculo del infierno.

La seducción es la fuerza que arrojó a Colón al descubrimiento, es la fuerza que lo llevó a cruzar el límite sin importar que la vida le fuera en eso porque lo significativo era conocer... qué se conociera era insignificante, lo radical era ver más allá del límite, del umbral y ante ese deseo, el seducido está dispuesto a todo, a morir. De hecho, para conocer es necesario aceptar la muerte simbólica, porque conocer es aceptar que ya nunca se será el que se era ni el mundo que habitamos se mantendrá insensible a esa transformación. Por eso mismo, conocer supone dolor, supone desear el huracán que transfigurará el mundo, porque toda transformación es dolorosamente placentera.

Es por eso que el amor de un umbral implica estar en la cima, para estar luego en la sima y no transitar nunca los valles... porque los valles son a-riesgosos y, por esto mismo, son el territorio de los amores de sentido común, de los amores tibios, de los amores que te hacen compañía. El amor del umbral te transforma, es el amor del espejo, es el amor del igual, hace del otro un compañero, las dos caras de una moneda, la sirena y su umbral. Es un amor desterritorializado, porque su territorio es la frontera, es un no-lugar.

Teresita Alfieri, en ese libro que tanto me gusta, dice:

"Tiene que ver con las zonas de riesgo. 'Me sedujo' significa, entre otras cosas, hizo que me arriesgara más allá de lo debido, más allá de la prudencia, más allá del sentido común. A cuya causa responde que los andares por las zonas de riesgo son, en última instancia, los que cambian el mundo (...) Jamás la destrucción, que es la más burda manera de expresar la alienación, lo inútil. Sino el riesgo de lo nuevo, del cambio, de la audacia, de la imaginación, de la 'la loca de la casa' que propone donde no había...

El riesgo que es como un viaje en la búsqueda de alguna clase de belleza, momentánea y fugaz, pero único instrumento para flirtear con la eternidad. la seducción es el riesgo de un portón de hierro que se abre sobre un jardín de delicias entre neblinas: los que penetran en la bruma son los seducidos, los hacedores de caminos, quienes encontrarán las fosas pero también los senderos de luz de la existencia (...) Héroes del placer y la propuesta inaudita, avanzan del brazo de la esperanza desbocada, en su perdición, se ganan a sí mismos y nos iluminan la posibilidad original de una realidad cambiada..." (Sirenas, por supuesto, pp 95-96)


Por eso mismo, siempre me he sentido periférica, una habitante de los bordes porque para poder ser seducida por el umbral hay que abandonar la seguridad del centro, la seguridad del sentido común, de la medianía.

También por esto siempre me he sentido monstruosa, porque habitar la periferia es aceptar que uno dialoga con el monstruo mitológico que lleva ancestralmente dentro de sí. Aceptarse periférica implica reconocer que "en la hora del lobo" uno desea morir para trasvasar el umbral, aceptar a la mujer salvaje que lleva dentro y no se aviene a las convenciones y que sólo desea ser intuitiva para conocer, para reconocerse, primero, y, luego, conocerse.

Por eso, saber es:

"la tentación más alta, la tentación que está por detrás de todas las tentaciones, el conocimiento del mundo, del universo, de los cuerpos, de los sabores, de las trasgresiones de cuanta ley haya sido creada; el conocimiento carnal y espiritual, el conocimiento físico, cósmico, esotérico y metafísico. 'Todo lo sabemos'. He ahí el encanto sublime de las encantadoras, he ahí el anzuelo de toda seducción." (Sirenas, por supuesto, p.97)

Dedicado a Azucena, la sirena más linda que conocí, la sirena que supo que -para algunos hombres - la periferia puede ser 'su' centro y que el amor y su tánatos no caben en los mandatos sociales... porque cada vez que "me calzo sus zapatos" me transformo en tu sirena, tu oceánida y vos, en espejo, simétricamente, te volvés mi umbral y mi deseo de transponerlo.

martes, 20 de julio de 2010

De la racionalidad al mito o la hora del lobo

Desde hace muchísimos años, cuando el día comienza a dejar de serlo para dar paso a la noche, experimento una sensación de disgregación, de desintegración, de absoluta soledad... una sensación muy tanática -porque siento que yo misma me muero con el día que se va- y es tan inefable que me resulta prácticamente imposible de definir con palabras...


Un tiempo atrás, compartiendo esta sensación con mi amiga Isabel, ella -que vivencia algo parecido en ese mismo momento del día- le puso nombre: "la hora vulnerable".


Hace algunas horas, leyendo a Cristina Peri Rossi, descubrí la descripción que más se acerca a la que yo misma hubiera podido hacer si tuviera la misma facilidad que tiene la Rossi para transformar las necesidades, las ansias y las sensaciones en palabras. La comparto con ustedes:




"A esa imprecisa hora en que el atardecer se convierte en noche y las sombras ganan en el interior de las casas y de los muebles (la hora que había pintado Magritte en alguno de sus cuadros), él quería depender de algo o de alguien: de un vaso de alcohol, de un cigarrillo, de una mujer, de una raya de cocaína. Podía beber, podía fumar, podía esnifar, hasta podía conseguir alguna mujer, siempre y cuando el acto de fumar, de esnifar, de beber o de follar tuviera esa intensidad imprescindible para sentirse vivo. Una intensidad que posiblemente iba a asustar a Nora. Esa intensidad en la que vivir se confunde con morir, esa intensidad en la que morir parece el acto más vivo de todos. Siempre había sido así, solo que su profesión le había dado un buen pretexto para vivir al límite, sin que pareciera una elección personal. no quería que nadie volviera a salvarlo de sí mismo (...)

El fin del atardecer era el peor momento del día, lo sabía desde joven. Cuando era un adolescente, a esa hora se lanzaba a las calles de su ciudad natal, buscando una mujer. No quería una mujer cualquiera, no quería una prostituta. Quería encontrar una mujer tan intensa como él, que estuviera dispuesta a abreviar (¿o abrevar?) el paso de la tarde a la noche en un cuerpo a cuerpo lleno de furor, de ternura y de enajenación. "En/ajeno": así quería estar él al atardecer. La hora en que la lucidez hace daño, y mejor es suspender la conciencia, cambiarla por el cuerpo. El cuerpo, a esa hora, ganaba una fuerza, una presencia que le había faltado el resto del día. El cuerpo, entre el atardecer y la noche, gemía, rugía, bramaba, barritaba, transpiraba, tenía frío, calor, necesitaba estar pegado a otro, subido a otro, debajo de otro, a su costado, encima, por, cabe, contra. Qué hermosos eran los cuerpos a esa hora imprecisa en que el día muere y la noche nace, entre titubeos. La llamaban 'la hora del lobo', seguramente porque esos bellos, astutos y orgullosos animales salían a cazar (a matar o morir) a la caída del sol. Y él bramaba como un lobo en celo..." (de El amor es una droga dura).

Nunca había leído una descripción tan ajustada de mi propio sentir... la primera vez que compartí esta sensación ante la angustia del final del día con Isabel, no me sorprendió que coincidiéramos... finalmente nos parecemos tanto que era una similitud más... Al encontrarla en Peri Rossi me pregunto cuántos hombres lobos y mujeres lobas habremos, cuántos seremos los que nos sentimos morir con el día, para recobrar la calma y la identidad con la noche...


A diferencia de lo que le pasa al personaje de Javier, durante años creí que mi angustia se calmaría el día que hallara al "hombre del banco", que no era otra cosa que mi ideal de hombre... Pero ni siquiera el hombre del banco puede calmar esa angustia... en los últimos meses he comprobado que debo enfrentarme a esa hora tanática en soledad, porque es precisamente el momento en el que la soledad viene a mi encuentro para confirmarme... Es el momento en que debo enfrentar mi muerte para poder volver a renacer nueva, cambiada y ratificada al mismo tiempo. Es la hora mítica en la que mi ser salvaje se apodera de mí y por eso mismo el cuerpo se vuelve protagonista y el lenguaje se diluye, como cuando en la adolescencia quería volverme muda para hablar con el cuerpo y prescindir de los símbolos y las palabras convencionales.


Algo de esto se vincula con el hecho de sentirme periférica, monstruosa y elegirme una y otra vez como habitante de la frontera... pero eso merece una entrada aparte, para terminar de desentrañar mi lenguaje de sirena.